Por: Camilo W. Echeverri Erk, I.A.

La agricultura es la profesión propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre- Cicerón

Me gusta mucho una famosa frase, probablemente originada en alguna cultura oriental, que dice que todo hombre debe cumplir tres tareas fundamentales en la vida: “Tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro”;  alguien, probablemente no tan célebre como el autor pero muy agudo, sostuvo que estas tareas no quedarían completas si no se criaba al hijo, se cosechaba el fruto del árbol y le compraban el libro (y lo leían).

En mi caso, estoy a mitad de camino en el cumplimiento de estos propósitos. Tal vez en donde voy más atrasado es en escribir el libro pero por lo menos estoy practicando para hacerlo, gracias a la generosa oportunidad que me dio esta revista para comunicarme con los lectores de un sector por el cual guardo mucha admiración, aprecio y gratitud.

Hace tiempo vengo pensando en que debería escribir un libro que recoja algunas de mis experiencias  profesionales, enfocado especialmente en los errores o aquellas cosas que pudieron haberse hecho en una forma diferente, con el fin de hacer un aporte a los colegas más jóvenes y así evitar que cometan los mismos errores o, al menos, no digan que no se les advirtió. Creo que esto debería ser una responsabilidad de todo profesional de cualquier especialidad, como retribución a la academia y a la sociedad en general.

Estando aún en la elaboración de mi tesis de grado para optar al título de ingeniero agrónomo en la Universidad Nacional en Bogotá se me ofreció la oportunidad de vincularme a una de las empresas pioneras de la floricultura en Colombia. En esa época, mediados de los ochentas, uno de los campos que ofrecía mejores condiciones laborales era el sector de la industria agroquímica y trabajar “en flores” no era precisamente la aspiración de la mayoría de los profesionales jóvenes. Después de un año y medio de trabajo muy enriquecedor en esta empresa, mi familia me solicitó apoyar a mi padre en el manejo de una finca ubicada en el Magdalena medio, ya que sus actividades como profesional de la medicina no le daban el tiempo suficiente para atender las actividades agropecuarias; posteriormente regresaría nuevamente a trabajar en el mismo grupo de empresas floricultoras.

Animados por unos vecinos de la finca que habían sembrado plátano en la vega del río Magdalena, decidimos  hacer lo mismo, afortunadamente a menor escala, como se verá más adelante. La apuesta era muy interesante para un ingeniero agrónomo recién egresado: plátano tecnificado, asesorado por colegas expertos en la materia, sembrado en terreno de alta fertilidad y un mercado prometedor. Como profesional aún inexperto, decidí que lo más adecuado era copiar el paquete tecnológico que estaban utilizando los vecinos y aceptar “a ojo cerrado” las recomendaciones de los profesionales que los estaban asesorando. La primera decisión que, a la postre, resultó equivocada fue la siembra de la variedad Dominico – Hartón, con semilla procedente del Quindío y en una muy baja densidad de siembra (en surcos con orientación Sur – Norte para un mejor aprovechamiento de la luz solar, a cinco metros entre surcos y dos metros entre plantas).  Mi padre, quien era médico pero hijo de finquero, acogió la propuesta técnica pero opinando respetuosamente  que deberíamos sembrar lo mismo que habían sembrado los pescadores toda la vida, el plátano Hartón, con semilla obtenida en nuestra región y utilizando el método tradicional de la siembra “al tres bolillo”. El joven agrónomo decidió no hacer caso de la sabia recomendación  y ceñirse “a ojo cerrado” al libreto utilizado por los vecinos, quienes para el momento ya tenían una plantación vigorosa con visos de unos resultados económicos muy tentadores. La nuestra no se quedó atrás pero comenzamos pronto a sufrir los problemas que ocasionó la decisión de utilizar un material de siembra no adaptado a la zona y con serios problemas de competencia de malezas con el cultivo, debido a la falta de “auto-sombreamiento” producto del sistema de siembra.

Para hacer de un cuento largo uno corto, a las dificultades agronómicas se les agregó una atípica creciente del río Magdalena que inundó nuestro cultivo durante varios días, seguida de un severo ataque de la enfermedad llamada Sigatoka negra, la cual comenzaba a ocasionar enormes daños económicos a los cultivadores de plátano en Colombia. Como resultado obtuvimos una cosecha de racimos famélicos que ni siquiera alcanzaron para comernos unos buenos patacones.

Esta experiencia me mostró por primera vez por qué algunos profesionales de áreas diferentes a las del campo a veces son mejores agricultores que los agrónomos; tal vez por que usan mejor el sentido común que es, como dicen, el menos común de los sentidos. También corroboré, como lo he hecho muchas veces más a lo largo de mi vida, la sabiduría de una de las frases preferidas de mi padre: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.

Me quedó la lección aprendida y el consuelo de poder publicar algún día el “Manual de errores que no debe cometer un platanero exitoso”.