Por: Camilo W. Echeverri Erk, I.A.
Cali, Valle del Cauca

 

Difícil evitar comentar u opinar sobre las próximas elecciones parlamentarias y presidenciales en Colombia, en un ambiente caldeado por la polarización, los insultos, descalificaciones y mentiras a través de las redes sociales, y hasta los ataques violentos a algunos de los grupos que se encuentran en campaña. Como ingrediente adicional está el hecho de que las decisiones que tomen los colombianos sobre quiénes regirán los destinos del país en los próximos cuatro años (como mínimo) impactarán seriamente la implementación de los acuerdos de paz. Es indudable que lo acordado en La Habana, malo o bueno según la óptica de quien lo juzgue, transformará profundamente la realidad social de nuestro país. A mi parecer, lo único en lo que no podemos estar en desacuerdo es en que hay que buscar la manera de cerrar la brecha entre ricos y pobres, a través de un modelo social y político que brinde mejores oportunidades en salud, educación, vivienda, trabajo y bienestar para los menos favorecidos.

En principio, soy receloso de los políticos, tal vez, en parte, porque creo que muchos cumplen con las definiciones que más me gustan sobre éstos y sobre su oficio: “La política es el arte de servirse de los demás, haciéndoles creer que se les sirve” y la recomendación de “nunca se acerque a una serpiente por delante, a una mula por detrás y a un político por ningún lado”. Afortunadamente, no he tenido que relacionarme con políticos, pero abro un paréntesis para mencionar una oportunidad en la que estuve cerca de tener que solicitar la ayuda de alguno de ellos. Estando al frente de APROCOL, gremio de productores de papaya del norte del Valle del Cauca, fui una vez al ministerio de agricultura a entrevistarme con el “vice” de la época, buscando apoyo estatal para el montaje de una planta de tratamiento térmico de papaya, con el fin de cumplir con los requisitos exigidos para el ingreso de este producto a los Estados Unidos. El funcionario me recibió con mucha deferencia y amabilidad, felicitándome por liderar el proyecto y, sin comprometerse con algún tipo de apoyo, prometió revisar el caso con el equipo correspondiente. Salí feliz de la reunión y me encontré en otro piso con un amigo, funcionario también del ministerio, a quien le referí el resultado de la reunión que acababa de tener. Con algo de lástima, mi amigo me dijo que no me hiciera muchas ilusiones, ya que este tipo de iniciativas no prosperaban nunca, si el solicitante no llegaba avalado por alguno de los “padres de la patria”. Sobra decir que nunca busqué ese tipo de apoyo y tampoco logré el propósito de obtener la ayuda del Estado para nuestra iniciativa.

Estoy convencido de que todos los ciudadanos en edad de votar debemos participar en las elecciones y para ello tomar la difícil decisión de a quiénes vamos a apoyar. Afortunadamente, ya han aparecido opciones de candidatos nuevos que parecen diferenciarse de la vieja clase política colombiana.

Sin el ánimo de tomar partido por alguna de las propuestas de campaña actuales, quisiera comentar sobre una que me llama mucho la atención porque propone votar por políticos “decentes”. Me gusta la gente decente y siempre he tratado de actuar decentemente a lo largo de mi vida. Quise entonces averiguar un poco más sobre la “decencia”, por lo cual busqué el significado de esta palabra en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, encontrando las siguientes definiciones:

– “Aseo, compostura y adorno a cada persona o cosa”.

– “Recato, honestidad, modestia”.

– “Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”.

La decencia, entonces, tiene que ver con varios valores humanos. Una persona decente es honesta, modesta, considerada con los demás, es decir, capaz de “ponerse en los zapatos del otro”, anteponiendo muchas veces los intereses ajenos a los propios. La dignidad, según el diccionario, es propia de los individuos que actúan con excelencia y decoro, siendo el decoro una de las características de las personas honestas y recatadas. El recato, a su vez, corresponde a aquellos que obran con honestidad y modestia. Como vemos, los valores en cuestión se entrecruzan en sus definiciones.

El ser decente implica pues, una coherencia en la forma de vivir todos estos valores en cada una de las situaciones de la vida, tanto como persona y como integrante de una comunidad. No basta con el concepto superficial de “decencia”, aplicado a las personas que aparentan serlo porque, por ejemplo, son amables, corteses, o no dicen groserías, o no roban.  Para concluir, yo diría que una persona decente es aquella que es digna de ser considerada como un modelo a seguir, lo cual es un requisito mínimo que debe tener cualquier líder.

A la luz de las anteriores definiciones, la invitación es a reflexionar sobre las condiciones de los que aspiran a dirigirnos. Como dicen por ahí, “¿será que hay de qué hacer un caldo?”. ¿Será que podemos encontrar entre los candidatos personas que cumplan a cabalidad con las condiciones mínimas requeridas para recibir el adjetivo de “decentes”? Obviamente, no es suficiente con ser decente para ser un buen gobernante o legislador. Se requieren, además, conocimiento y experiencia; pero con sentido común y un buen equipo a su alrededor, alguien decente tiene mayores probabilidades de asumir tan alta responsabilidad y producir los resultados esperados. Si los pueblos se merecen a sus gobernantes, todos los colombianos deberíamos preocuparnos por ser decentes y mejorar cada día como personas y como integrantes de  los grupos sociales en los que participamos.

¡A votar y que ganen los decentes que estén en la capacidad de gobernar para enrutar al país por la senda de la equidad, la justicia social y el progreso que tanto anhelamos!