Por: Angélica María Pardo López

Dentro de la infinita cascada de decisiones que se toman a partir del cálculo económico están también la viabilidad y el futuro de las próximas generaciones de seres humanos y otras especies. No hay ética ni razón que valgan, solo parecen importar los números que hablan de crecimiento, utilidades y costo-beneficio. 

En el supuesto de que el peso no se depreciara, ¿qué preferiría usted, que le regalen un millón de pesos hoy o que se lo regalen dentro de 10 años? Si su respuesta es que lo prefiere hoy, está usted descontando el valor futuro, es decir, está pensando que vale más la pena tomar el dinero hoy porque, por ejemplo, lo puede poner a rentar; o porque es optimista y piensa que sus actuales circunstancias seguirán siendo las mismas o mejores algunos años después. Así mismo, puede que sea usted muy pesimista y que considere que podría morir mañana, en consecuencia de lo cual prefiere tomar la plata hoy. Por el contrario, si usted prefiere diferir la ganancia, es probable que piense que el futuro es incierto y que es mejor asegurar un ingreso en caso de que vengan épocas menos favorables.  

Esta pregunta no ofrece mayor dificultad a nivel individual, pues cada uno puede evaluar, de acuerdo con sus propias circunstancias y perspectivas, si prefiere tomar el dinero hoy o aplazar la ganancia. Sin embargo, semejantes consideraciones no se pueden extrapolar a contextos intergeneracionales, que es lo que hacen los economistas cuando tratan el tema de las medidas que hoy deberíamos tomar de cara a la crisis climática que hemos provocado y cuyas más catastróficas consecuencias sufrirán las siguientes generaciones. Descontar el valor futuro no es una posibilidad en el contexto de la sostenibilidad.

Dado que la crisis climática tiene su origen en el extractivismo, en el despilfarro de recursos naturales y en la acumulación de gases de efecto invernadero proveniente del uso de los combustibles fósiles que necesitamos para todas nuestras actividades económicas, la dicotomía es la siguiente: ¿deberíamos tener modos de vida más modestos y desacelerar la economía en beneficio de las generaciones futuras? O ¿elegiremos descontar el futuro y no hacer un ‘sacrificio’ presente bajo el ingenuo supuesto de que la posteridad sabrá arreglárselas? Con ejemplos más concretos, ¿debemos elegir obtener grandes ganancias hoy de la explotación minera (que genera un gran perjuicio en los recursos hídricos) a costo de que las próximas generaciones no tengan fuentes de agua fresca? O ¿debemos renunciar a las ganancias mineras de hoy para que nuestros hijos, el día de mañana, puedan disponer del más valioso de los recursos, el agua? ¿Elegiremos continuar beneficiándonos de actividades como la ganadería extensiva a costa de que los pobladores del mañana no puedan ni siquiera soñar con las selvas y bosques que hoy estamos dejando perder?

La respuesta a todas estas preguntas, que en el fondo es la misma, no tiene que ver con cálculos económicos sino con una consciencia que trasciende la consideraciones egoístas de la utilidad y el sacrificio. Aunque muramos pronto o decidamos no tener hijos, hay un mandato de solidaridad con la especie humana y con las demás especies que nos exige responsabilizarnos del mundo que recibimos, y que debemos entregar a nuestros sucesores, sino en mejor condición, al menos en la misma que nos fue dado. El ejercicio de esta solidaridad nos dignifica, mientras que un proceder egoísta nos envilece. La respuesta es clara: uno no puede tener el privilegio de escoger hoy lo que significará, para otros, el desastre del mañana.