Por: Angélica María Pardo López
Hace algunas semanas hacía una corta excursión por uno de los países del Cáucaso. El objetivo del grupo de viajeros dentro del cual me encontraba era llegar a una cascada al final de un lindo camino entre las montañas. Para llegar a la mencionada cascada, tuvimos que pasar por un poblado rural dedicado a la ganadería de subsistencia. Pues bien, en nuestro recorrido por tal poblado salieron unos niños con curiosidad de ver quién pasaba. Algunas de las personas del grupo se detuvieron, cargaron a los niños (sin permiso de sus padres) y se tomaron fotos con ellos. Yo contemplaba la escena sin saber qué pensar pero intuyendo que había algo cuestionable, desagradable e irrespetuoso que sobrepasaba la manía moderna de documentar con fotos las mil y una insignificancias que van a parar a las redes sociales. Algunos días después, y con motivo del tema del que les hablaré hoy en este apunte, entendí qué era eso que me molestaba de los viajeros que se tomaban fotos con los niños desconocidos: que los trataban como si fueran atracciones turísticas y que utilizaban su pobreza para adornar una fotografía en la cual ellos (los viajeros) serían los protagonistas.
Algo similar sucede con las miles de personas pertenecientes a países desarrollados que, imbuidos de buenas intenciones (o de una extremada vanidad disfrazada de buenas intenciones) se enrolan en programas de ‘volunturismo’ (voluntariado + turismo). Se trata de paquetes en los cuales una persona paga a una agencia un monto para que medie en su colocación como voluntario en algún país pobre, frecuentemente de África o Asia. La idea es que el joven altruista tenga la oportunidad de hacer turismo a la vez que ‘ayuda’ a una buena causa.
No han faltado las críticas a esta nueva rama de la industria turística y los detonantes de ellas han sido, justamente, las fotografías que a las redes suben estos voluntarios-aventureros. Lo que tienen en común todas aquellas fotos es que muestran una persona (usualmente blanca) entre varias otras personas (usualmente negras, casi siempre niños y siempre muy pobres) ejecutando cualquier tipo de actividad o simplemente posando para la foto. Lo reprochable de este tipo de imágenes es que tienden a reproducir estereotipos de acuerdo con los cuales los habitantes del Sur Global viven en medio de la miseria y la inseguridad, estando además indefensos puesto que ellos mismos no pueden resolver sus problemas, antes bien, necesitan de un ‘salvador blanco’ que extienda su mano y les enseñe cómo se deben hacer las cosas. Es este ‘complejo del salvador blanco’ la plataforma sobre la cual estaría cimentada la industria del volunturismo, que como es lógico, no está verdaderamente interesada en que los problemas de los lugares de destino de los voluntarios se resuelvan.
Esta idea del ‘complejo del salvador blanco’ aparece por primera vez hace más de 100 años en un poema de Ruyard Kipling llamado ‘La carga del hombre blanco’. En ese poema se sugiere que es misión de los pueblos europeos, blancos y civilizados salvar de la barbarie y de la pobreza a los pueblos africanos y asiáticos a través del colonialismo. En otras palabras, el colonizador tiene la obligación moral de civilizar los bárbaros pueblos que conquista, como si de ello no sacara beneficios, por cierto ilícitos y, por cierto, de los modos más sanguinarios. En consonancia con esa idea, el colonizador llega es a ayudar.
Es ese trasfondo lo que ofende y lo que ha despertado las críticas al trabajo que hacen los voluntarios y la forma en que lo dan a conocer. Pero además de la parte simbólica, hay otras razones por las cuales este tipo de ocupación no es tan benéfico como lo pintan. Una de ellas es que constituye una falsa solución pues ignora las causas de los problemas: los problemas de escolaridad de un país no se solucionan trayendo voluntarios a que enseñen por dos o tres semanas un par de cosas. Así mismo, los problemas de cobertura y calidad en atención en salud no se solucionan trayendo jóvenes voluntarios a hacer de enfermeros. Otros defectos de este tipo de actividades es que desplazan la mano de obra local y, por último, pero no menos importante, que utilizan la pobreza como una mercancía con la cual se puede comerciar. En términos muy llanos, sin la pobreza de unos y el privilegio de otros el negocio de los voluntariados no existiría. En este negocio lo que se vende es la idea tranquilizadora (basada en el ‘complejo del salvador blanco’) de que se puede ayudar, en unas cuantas semanas y con acciones superfluas, a hacer un mundo mejor. Un cóctel perfecto de desigualdad, vanidad e ingenuidad.
Y aunque, ciertamente, los viajeros del grupo que describí al principio de la columna probablemente no sufren del mencionado complejo, harían bien en tener más respeto por las personas que viven en los lugares que visitan, pues con esas, en apariencia, inocentes fotografías logran (como los contemporáneos salvadores blancos) hacer de la pobreza un espectáculo y de las personas simples objetos de atracción turística.