Por: Angélica María Pardo López
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Finalizando el mes de julio perdí un vuelo de Amsterdam a Madrid. Como se podrán imaginar, la experiencia fue estresante pero, sobre todo, fue muy frustrante. Llegué al aeropuerto con tres horas de anticipación, facturé mi equipaje de inmediato y empecé a hacer la fila para el chequeo de seguridad. Hice todo como debe hacerse y, sin embargo, tres horas no alcanzaron para terminar la fila y, en consecuencia, me dejó el avión. La razón: no había suficiente personal que se hiciera cargo del escáner de seguridad dentro del aeropuerto. 

Desde mediados de la primavera de este año se veía venir la situación de crisis de capacidad en los aeropuertos europeos, siendo el de Amsterdam uno de los peores casos. El fenómeno se explica corrientemente con el argumento de que después de los despidos masivos que ocurrieron debido a la reacción frente a la pandemia, los aeropuertos no se esperaban un aumento en la demanda tan rápido como el que ocurrió este año. El Aeropuerto Schiphol de Amsterdam, por ejemplo, ha recibido este año más de 72.000 pasajeros en sus días de mayor ocupación versus casi 25.000 en los días de mayor ocupación del año 2021. No solo hace falta personal en la parte de seguridad, sino también en el manejo de equipajes y en el servicio de limpieza. 

Pero la verdad va más allá de la pandemia. En países europeos como Holanda hay un déficit de personal hace años. Dicho déficit se acentuó aún más por las medidas que los gobiernos tomaron durante 2020 y 2021. En Holanda, para seguir con el mismo caso, hay 143 vacantes por cada 100 desempleados y la proporción tiende a crecer. En números absolutos, hacen falta casi 500.000 trabajadores en todos los sectores. La población está envejeciendo y no hay quién sostenga ni la economía ni los sistemas pensionales. Además, aún se niegan a aceptar población migrante para solucionar esta crisis de mano de obra. La excusa, que no hace más que esconder razones puramente racistas, es que están abiertos solo a la mano de obra cualificada y que el proceso de integración y ‘asimilación’ cultural es demasiado largo, por lo que acudir a esa solución no es posible. También aluden a la crisis habitacional. Como hay muy poco espacio disponible para vivir en las ciudades y los precios de los arriendos son altos, no se puede traer gente de afuera. 

Pero todas estas excusas demostraron ser invalidas desde el inicio de la lamentable guerra en Ucrania, cuando, de repente, la simpatía de los europeos por los refugiados se despertó. Se movilizaron recursos, se facilitó el papeleo y se ayudó a los ucranianos a refugiarse y trabajar en multiplicidad de países europeos. Incluso sobresale el hecho de que muchas familias les abrieron las puertas de sus casas en un gesto de solidaridad sin par. 

En Holanda, la llegada de los ucranianos ayudó a paliar en alguna medida la crisis de personal, pues algo más de 10.000 personas se ocuparon en las industrias de restauración y hotelera. Sin embargo, ¿cuántas más personas se podrían emplear? ¿cuántos más sirios, afganos y yemeníes? ¿cuántas más personas que huyendo de la guerra, la pobreza y los desastres naturales esperan con niños pequeños en los brazos durante semanas y meses en las fronteras militarizadas de la Unión Europea con la esperanza de llegar a alguno de estos países y poder trabajar y sacar a su familia adelante? ¿cuántas más barcas se tienen que hundir en el Mediterráneo con gente africana que ha apostado todo para llegar a Europa a trabajar? Los únicos refugiados y necesitados de trabajo no son los ucranianos. Perder el vuelo me llevó a esta clase de reflexiones. 

En un reciente comunicado, un representante del Aeropuerto Schiphol anunció que va a haber un trabajo de coordinación con las aerolíneas para limitar el número de pasajeros de modo que el tráfico del aeropuerto se corresponda con su capacidad. Afirmó que a pesar “de todos los esfuerzos” no se han podido hacer las contrataciones necesarias porque “el mercado laboral está muy apretado”. Desde todo punto de vista, inaceptable.