Por: Angélica María Pardo López
Airpocalypse es el nombre que se le ha dado a la temporada de smog que cada año, con el invierno, llega a muchas de las ciudades chinas. Semejante término se refiere al peligro al que se enfrentan los habitantes debido al alto grado de contaminación del aire, que se exacerba en época de inverno debido a las mayores cantidades de combustibles fósiles que se queman para que pueda operar la calefacción.
En efecto, se reportan casos en los que el grado de polución está más allá de toda medición convencional. Tal es la gravedad del asunto que la visibilidad queda limitada a unos pocos metros, se suspende el funcionamiento de las escuelas y las autoridades recomiendan que no se haga ningún tipo de actividad al aire libre. Restringir la circulación de vehículos particulares y parar el funcionamiento de fábricas son algunas de las medidas ‘de choque’ que se toman cuando la situación se empieza a salir de control.
Esencialmente, el peligro que entraña la contaminación del aire consiste en que las partículas tóxicas acumuladas en el ambiente son tan pequeñas y numerosas que terminan en el torrente sanguíneo y generan, a mediano plazo, problemas cardiacos, pulmonares y oncológicos. El número de personas que actualmente mueren cada año en China por causa de enfermedades respiratorias asciende a un millón.
La razón de traer el caso de China a colación es que su preocupante situación ambiental se debe a la persecución del crecimiento económico. Desde hace muchos años la economía de China es la que más crece. Su industria parece imparable. China produce buena parte de los bienes que se consumen en todo el mundo. Además, es el mayor productor y consumidor de materias primas esenciales para el desarrollo, como el carbón, el acero y el cemento. Ha logrado reducir significativamente el desempleo y mejorar la remuneración de sus trabajadores. Todo esto, sin embargo, ha sido logrado a costa del rápido deterioro de sus recursos naturales, de lo cual la manifestación por el momento más evidente es la polución del aire.
A pesar de que el gobierno chino dice estar tomando medidas para solucionar el problema y de que para el 80% de sus ciudadanos el medio ambiente debe tener prioridad sobre el crecimiento económico, cada año hay menos días en que respirar es seguro.
Cuando el diagnóstico del problema es claro, es preciso hablar de la reacción que debe haber frente a él, de cómo se va a solucionar. Sabemos que la terrible situación ambiental se debe a la quema masiva de combustibles fósiles y esta, a su vez, a la persecución desmedida de crecimiento económico. ¿Cuál es la reacción a este problema que ya está cobrando vidas humanas?
La respuesta a esta pregunta es quizá más preocupante que el problema mismo: la normalización. Nos llegan noticias de que los niños viven la mayor parte de sus vidas dentro de la casa y los padres sellan todos los resquicios de las puertas y las ventanas por donde pudiera llegar a colarse el humo. Se volvió costumbre revisar la medición de la calidad del aire en la mañana, la gente compra sofisticados tapabocas con diseños que llegan y pasan de moda y todos, lentamente, se empiezan a habituar al ruido sordo y permanente de los filtros de aire dentro de las viviendas. La contaminación es una característica más del día a día, algo con lo que se tiene que vivir.
No puede haber peor respuesta a un problema que negarlo o normalizarlo. Cuando algo adquiere el estatus de problemático, cuando algo nos genera un conflicto, el reflejo inmediato es tratar de enfrentarlo, poner nuestra creatividad al servicio de su solución. Por el contrario, si decidimos convivir con el problema y acomodarnos a sus exigencias, puede llegar a tener una entidad tal que más adelante todo esfuerzo se convierte en vano. Los filtros de aire, las máscaras y los tapabocas son estrategias de normalización, no de solución. La reducción radical de emisiones y el giro tecnológico y económico hacia la sostenibilidad son las únicas respuestas. Nuestros congéneres chinos pierden el tiempo, se entretienen inútilmente en lugar de tratar el problema ambiental de frente.
No tiene ningún sentido la prosperidad económica si su precio es la salud y el bienestar de las personas supuestamente beneficiarias de ese desarrollo. La historia de la polución fuera de control parece una mera historia de ficción china, pero tarde o temprano todos tendremos que padecerla. No parecen muy acertados los pasos de nuevos líderes mundiales en este sentido, como tampoco la apuesta minero-energética que el gobierno colombiano ha hecho en un intento por sacar al país de las dificultades económicas en que está sumido. Mal haríamos en seguir el ejemplo de países como China e India, que en la persecución de la prosperidad se desprenden de la salud y la felicidad de sus ciudadanos.