Por: I.A. Camilo Echeverri Erk
Consultor independiente
Cali, Valle del Cauca

Es bien sabido que los agrónomos, con contadas excepciones, no nos destacamos en el manejo de jardines. Es un oficio complicado, dado que las señoras son muy exigentes en cuanto al mantenimiento de sus ‘maticas’. Para ellas son transparentes los conceptos de manejo agronómico como niveles de infestación o infección, incidencia y severidad, umbral de daño económico, uso racional de pesticidas y demás tecnicismos. Sencillamente, ellas quieren ver sus plantas siempre lindas, vigorosas y sin ningún ‘bicho’ o mancha en las hojas. Atreverse a asesorarlas es riesgoso, ya que un error que implique daños que afecten la estética de sus plantas de jardín o de matera puede causarle serias consecuencias al asistente técnico que cometa la falta, ya que se expone a la cancelación de sus servicios y al daño a su reputación. Tratándose de las matas de la propia casa, la situación es más difícil aún. Primero, porque el nivel de credibilidad técnica es bajo – nadie es profeta en su tierra -, y, segundo, porque las sanciones por una mala práctica agronómica pueden trascender la simple cancelación del contrato de servicios de asesoría.

Que yo sepa, entre mis colegas cercanos, solo hay un caso de agrónomo de jardín exitoso. Se trata de un querido compañero de universidad que se desempeñó hace muchos años como mayordomo, en todo el sentido de la palabra, de la casa de una prestante pareja floricultora en la sabana de Bogotá. Entre sus funciones, además de supervisar el trabajo de la ‘servidumbre’, encargarse de todos los suministros, pagar los servicios y hasta velar porque los zapatos de los patrones estuvieran siempre limpios y ordenados, tenía a su cargo el mantenimiento del jardín. Mi amigo lo hacía muy bien, por lo cual gozaba de un buen salario y cierto estatus que le permitía, por ejemplo, desplazarse en la camioneta Mercedes Benz de propiedad de los señores.

Todos los comienzos de año vienen acompañados de buenos propósitos; cosas que queremos hacer o dejar de hacer, planes, objetivos y metas de diversa índole. Entre los míos incluí preocuparme un poco más por las plantas de la casa. Imposible que se cumpla en mi caso – pensé – el sabio adagio de que “en casa de herrero, azadón de palo”.

Con la llegada de dos hermosas gardenias, encargadas por mi esposa al jardinero de su confianza, se presentó la ocasión de poner en práctica mis ya un poco oxidados conocimientos sobre floricultura. Las gardenias llegaron para reemplazar un par de pinos que se habían plagado de cochinillas, y no había sido posible sacarlos adelante, a pesar de mi recomendación de lavarlos con agua jabonosa, y varias aplicaciones de insecticidas ecológicos.

Las gardenias arrancaron ‘divinamente’; estaban verdes y vigorosas, casi que se veían crecer, hasta que aparecieron unos áfidos o pulgones negros en las hojas nuevas. Aplicando las teorías de manejo de plagas, y, dada la baja incidencia de los insectos, recomendé no hacer nada más que limpiar las hojas con agua jabonosa (la vieja fórmula del jabón Coco). Mi esposa siguió el consejo durante algunos días, sin resultados muy halagadores. Cada vez veía más ‘bichos negritos’ que se le estaban comiendo las gardenias. Ante la presión, opté por recurrir a las aplicaciones de extracto de ajo – ají, sin resultados positivos aparentes (los pulgones parecía que hacían gárgaras con la pócima ecológica). Decidí optar entonces por aplicaciones de extracto de neem, las cuales tampoco funcionaron. Finalmente, antes de aceptar la derrota, recurrí a la mezcla del insecticida a base de neem con otro insecticida de síntesis química, de baja toxicidad (omito el nombre para evitar indisponer a algún patrocinador de la revista). Tuve especial cuidado de hacer las aplicaciones con todas las normas de prevención, como uso de guantes, tapabocas, y hasta triple lavado de los recipientes. Tampoco funcionó y tuve que aceptar humildemente que había que llamar al jardinero de cabecera.

El hombre llegó, revisó las matas y conceptuó que se trataba de ‘piojos’. Sacó un frasquito con una mezcla de insecticida que traía preparada (nuevamente me reservo el nombre del producto), y procedió a ‘fumigar’ las gardenias – yo las había ‘asperjado’ -, obviamente, sin guantes ni tapabocas, ni mayores consideraciones de seguridad. Yo lo observé a prudente distancia y le comenté que tenía alguna experiencia en manejo de plantas ornamentales, pero que estaba convencido que el conocimiento empírico es tan importante como el de un profesional. Quedamos convencidos de que el producto aplicado iba a aniquilar la plaga, pero, al otro día, – ¡oh sorpresa! – comenzamos a ver que muchas hojas empezaron a secarse. Con cierto dejo de suficiencia dictaminé que se había presentado una fitotoxicidad por el insecticida aplicado. No puedo negar que sentí un fresco al ver mi autoestima de agrónomo un poco menos lacerada.

La verdad es que las gardenias quedaron muy apaleadas, y no parecía que se pudieran recuperar. Espero que no mueran para que no se cumpla la triste sentencia de la canción “Dos Gardenias para Ti”, interpretada, entre otros, por el inmortal Daniel Santos: “pero si un atardecer las gardenias de mi amor se mueren, es porque han adivinado que tu amor se ha terminado, porque existe otro querer”. Pese a todas las dificultades y gracias a la magia de la naturaleza, ya una de las dos floreció, y la otra está en camino de obsequiarnos con otro bello regalo.