Por: Angélica María Pardo López
Mucho se escucha mencionar últimamente el principio de precaución, por lo cual esta vez el apunte filosófico estará dedicado a este tema, pero no solamente a él.
El principio de precaución es una regla de común aceptación que se aplica sobre todo en temas de medio ambiente y de salud pública. De acuerdo con este principio, cuando una cierta decisión tiene la potencialidad de generar consecuencias altamente negativas, la posición que se debe adoptar es abstenerse de tomar esa decisión. Es muy importante notar que cuando digo “potencialidad de generar consecuencias negativas” me refiero a que dichas consecuencias podrían o no darse, es decir, que no hay una evidencia concluyente de que así pasaría. Sin embargo, de ocurrir, su impacto sería catastrófico. Para que quede claro tomemos el ejemplo de la ruleta rusa, el juego que consiste en girar el tambor de un revolver cargado con tan solo una bala y tirar el gatillo en contra de uno mismo en cuanto se detenga. Aunque no es seguro que al tirar el gatillo el arma se dispare, asumir el riesgo es algo que solo podría hacer alguien demente, toda vez que la consecuencia que tendría la concreción del riesgo sería catastrófica.
Actividades como el fracking, el consumo de alimentos modificados genéticamente y la manipulación genética de embriones humanos son ejemplos de casos en los que, por el principio de precaución, se debería evitar pasar a la acción. Lo mismo sucede con el uso de hormonas para acelerar el crecimiento del ganado, las pruebas nucleares y los xenotrasplantes (trasplantar a humanos órganos de otros animales). Aunque puede llegar a no concretarse el peligro, lo prudente es no tomar el riesgo.
Un paso más allá del principio de precaución está el principio de prevención, que recomienda aún más radicalmente la inacción, pues el peligro que se derivaría de llevar a cabo lo que uno se propone acarrearía, sin lugar a dudas, una consecuencia catastrófica. Es el caso de no vacunar a los niños, talar la Amazonía, la construcción de ciertas represas, o los vertimientos de desechos en las fuentes de agua. Sobrepasa todas las reglas del sentido común hacer cosas de ese tipo.
Ahora bien, conectando esos dos principios con la actitud que el género humano ha tenido frente al ecosistema planetario, podemos concluir que no ha habido precaución, ni tampoco prevención, sino por el contrario, un comportamiento del todo temerario e irresponsable. Todo lo que se pensaba imposible se ha realizado. Los riesgos de la degradación ambiental se han concretado, se han vuelto totalmente evidentes.
A finales del año pasado el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas fabricó un reporte sobre la situación de la Tierra que no podría ser más preocupante. De acuerdo con los expertos, nuestro modo de vida y economía nos han llevado a que la temperatura global haya aumentado 1oC en comparación con aquella de tiempos preindustriales, lo cual tiene serias implicaciones.
Para que se haga una idea de lo que esto significa, imagínese que gracias a su estilo de vida, usted ha llegado a desarrollar una fiebre permanente de 39oC, con todo lo que esto significaría para su cuerpo (mayor frecuencia cardiaca, escalofríos, mayor presión arterial, trastornos digestivos y respiratorios, delirio, etc.). Así mismo, con respecto al medio ambiente el aumento en 1oC ha implicado la recurrencia de eventos climáticos extremos, la extinción de miles de especies, la acidificación del océano, la contaminación del aire, y un largo etcétera que en otros apuntes ya he mencionado hasta el cansancio.
Si las cosas siguen como van, al final de este siglo la Tierra habrá llegado a aumentar su temperatura en 3oC, es decir, el desastre total (imagínese tener 41oC de fiebre). Es por eso que los científicos recomiendan evitar a toda costa que la temperatura global sobrepase los 1,5oC con respecto a la época preindustrial, lo cual es alcanzable solo si se toman medidas de cambio drásticas durante los próximos 12 años. Algunas de estas medidas –que deben ser aplicadas conjuntamente- son ejecutar programas masivos de reforestación y de conservación, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero al menos en un 45% y hacer un importante cambio en el uso de la tierra (esto quiere decir, principalmente, la disminución de la utilización del suelo para fines ganaderos, ya sea pastoreo o siembra de forraje). Así mismo, es necesario adoptar tecnologías capaces de capturar el carbono de la atmósfera, transformar los sistemas de transporte de modo que la energía que utilicen sea totalmente renovable y restringir las formas de consumo de la población. Debo destacar, sin embargo, que aún alcanzando esta meta la salud de la Tierra seguirá en serias dificultades (39,5 oC de fiebre, continuando con nuestra comparación).
Al contrario de lo que exigen los principios de precaución y prevención, es decir, no hacer, la situación ambiental actual nos exige actuar, y con urgencia. De no reaccionar ahora, ningún esfuerzo que hagan las generaciones futuras será capaz de contener el curso fatal que habrá tomado la naturaleza. El tiempo de ser precavidos ya pasó, los riesgos de embarcarnos en una economía extractivista, consumista y antropocéntrica ya se produjeron y nos muestran sus consecuencias.
Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? ¿Qué puede hacer una sola persona con limitado poder? Lo cierto es que todos y cada uno debemos ayudar. Hay muchas cosas que se pueden hacer, pero entre las que tienen mayor vocación de generar un impacto estructural están: cambiar la dieta a una predominantemente vegetariana, evitar al máximo el consumo de plástico (lo cual involucra casi todos los niveles de consumo: comida, vestuario, productos de aseo, embalajes, etc.), vivir cerca al lugar de trabajo y votar por candidatos que tengan agendas ecológicas reales.
Si cada uno de los ocho mil millones de habitantes del planeta asumiera un compromiso, seguramente podríamos hacer que las cosas retomen su cauce. Lo que hace falta no es ciencia, ni tecnología, sino solo voluntad.