Por: Angélica María Pardo López

A muchas personas no les preocupa el debilitamiento del derecho a la privacidad que a diario y en tan diversos ámbitos sufrimos. Declarar sus preferencias en las redes sociales, por ejemplo, los trae sin cuidado. Tampoco ven nada de malo en publicar sus fotografías o las de los demás, en utilizar aplicaciones de salud o tener permanentemente encendido el servicio de geolocalización y dejarse guiar por él cada vez que se dirigen a cualquier lugar. Del mismo modo, no cree el ciudadano del común que pueda haber una doble intención en la masiva recolección de datos que ha habido a propósito de la pandemia. La recolección de datos biométricos en aeropuertos (reconocimiento facial, reconocimiento de iris y huellas dactilares) no parecen ser más que trámites necesarios para proseguir a la sala de abordaje y se acepta con indiferencia que a la entrada de cualquier edificio queden registrados nombres, número de cédula, empresa prestadora de servicios de salud y hasta fotografía del visitante. Bajo el pretexto de la seguridad pululan las cámaras de vigilancia tanto en lugares públicos como privados. Bajo el pretexto del rastreo y “cerco” del contagio se toman valiosos datos personales en restaurantes. Pero ¿cuántos delitos han llegado a ser impedidos por las cámaras de seguridad y cuántos contagios se han impedido por el hecho de estar registrados con nombre y apellidos los comensales?

Poco a poco se ha ido normalizando la recolección de datos personales sin que medie nuestro consentimiento para ello. Aunque “voluntariamente” accedemos a dejar nuestros datos en aeropuertos, edificios y restaurantes, por ejemplo, lo cierto es que no podríamos ingresar a esos lugares sin revelar nuestra información. Así mismo, aunque “voluntariamente” aceptamos las políticas de privacidad de los gigantes tecnológicos, lo cierto es que no podríamos acceder a sus servicios si no aceptáramos los términos que ellos proponen en esos largos, tediosos e incomprensibles contratos. 

Nos están mirando. Nos están vigilando permanentemente y toda nuestra información está quedando almacenada y será, más temprano que tarde, analizada y explotada. Nosotros seremos analizados y explotados. De hecho, ya lo estamos siendo, solo que todo ocurre tan gradual y progresivamente que no nos damos cuenta de lo que sucede. Nos ocurre lo del sapo: si se tira un sapo a una olla de agua hirviendo el sapo saltará de inmediato y se salvará. Pero si ponemos al sapo en una olla con agua fría y la vamos calentando muy lentamente, el sapo morirá, pues no se dará cuenta del cambio de temperatura progresivo, se acostumbrará a ella y, cuando el agua hierva, será demasiado tarde para reaccionar. Así mismo, aceptamos con indiferencia cada nueva, pequeña pero acumulativa intromisión en nuestra privacidad; nos desprendemos despreocupadamente de nuestra información personal: cuando nos demos cuenta, habremos perdido toda libertad. 

Gracias a la recolección y almacenamiento ad eternum de los datos, hoy más que nunca está al alcance del poder -el poder de hoy y el poder del mañana, sea de derecha o de izquierda, democrático o tiránico, religioso o ateo, etc.- saber quién es usted. Está al alcance del poder saber qué opinión política tiene o ha tenido, con qué contenidos u opiniones ha estado de acuerdo y con cuáles ha disentido; con qué intensidad ha manifestado su posición y qué tan interesado está en que otros cambien o reafirmen la suya. Todo esto y mucho más está al alcance del poder porque usted lo ha manifestado alegremente en Facebook, Twitter, Instagram o cualquier otra red social. 

También está al alcance del poder -y de las aseguradoras- saber cuál es su estado de salud física y psicológica. Esto se debe a que usted genera publicaciones cada vez que sale a caminar, correr o montar bicicleta. Muchas personas publican incluso cuántos kilómetros recorren. También porque utilizan aplicaciones y dispositivos que llevan la cuenta del número de pasos diarios que hacen, del número de pulsaciones, de las horas que duermen cada noche y muchos otros datos sensibles y confidenciales. Además, es muy fácil hacer conjeturas bastante realistas del estado de salud física o psicológica de alguien por sus preguntas, preguntas que, lógicamente, se hacen mucho antes a Google que a los médicos. 

Por otra parte, son muchas y muy peligrosas las inferencias que se pueden hacer con base en la geolocalización. ¿Qué lugar frecuenta más? ¿Con quién? ¿Por cuánto tiempo? Así, por ejemplo, está muy al alcance del poder saber cuál es su religión y qué tan ferviente es su fe. Esto es muy fácil de saber si, por ejemplo, está registrado que usted va cada semana a determinado lugar (que resulta ser una iglesia) y que en dicho lugar usted se demora cierto periodo de tiempo (por ejemplo, dos horas, lo que indica que se quedó ahí y no solo iba pasando). Por el momento hay libertad de cultos. Sí. Pero, en todo caso, no es atractiva la idea de que en algún momento algún Estado o gobierno pueda saber a discreción las costumbres espirituales que tiene o ha tenido alguna persona. Como sabemos por los oscuros antecedentes de la humanidad, la religión ha sido un constante motivo de discriminación y persecución. Otro tanto pasa con las preferencias sexuales (que se declaran en las aplicaciones para conseguir pareja, por ejemplo).

Piense en todas las formas perturbadoras y abusivas en las que se podría utilizar la información que damos o que nos es arrebatada; piense en cómo toda esa información (que está quedado almacenada y que, en estricto sentido, no puede borrarse jamás) podría ser utilizada en su contra. Si cree que no hay ningún riesgo, porque vivimos en un régimen democrático e inclusivo, piense en que reinos enteros han caído y que de la noche a la mañana, como ha quedado más que demostrado el último año, todo puede cambiar. Si no espabilamos ya, nos va a pasar lo del sapo.