Por: La Directora

Durante los primeros días de septiembre, el gobierno nacional presentó la nueva marca-país de Colombia: “el País de la Belleza”. Se trata de una estrategia que busca promocionar a Colombia como un destino turístico a nivel mundial, resaltando la innegable belleza natural y diversidad de nuestra tierra. De acuerdo con el primer mandatario, el turismo tiene la potencialidad de reemplazar los ingresos generados por el sector minero-energético en el país.

Sin duda, las actividades turísticas en Colombia tienen aún mucho por aprovechar y, aunque contáramos con la infraestructura y condiciones de seguridad para que eso fuera posible en el corto plazo, soy de la opinión de que dicha aproximación es equivocada.

El turismo es una actividad intrínsicamente de consumo, ya sea de bienes o de experiencias. El turista es, por definición, un individuo pasajero que no se interesa realmente ni por la riqueza natural del lugar, ni por la diversidad cultural de la gente que visita. La mayoría de excursionistas buscan tan solo tomar autofotos, comer ‘rarezas’, ver cosas que resultan extrañas en su mundo cotidiano y chulear un destino más en su cuenta de ‘cosas por hacer antes de morir’. El turista promedio es de una frivolidad penosa. Resulta paradójico, entonces, que se quiera reemplazar el petróleo por el turismo, pues este último también constituye una forma de extractivismo, y más aún en la forma masiva que tendría que adoptar para representar una sustitución económica de las magnitudes que ambiciona el gobierno. Un ejemplo que ilustra mis afirmaciones es el parque Tayrona, que ha debido cerrar sus puertas varias veces y por largos periodos de tiempo para permitir al ecosistema recuperarse del paso de los miles de turistas que por allí circulan durante sus vacaciones.

Por otra parte, el turismo genera inflación en los lugares donde prospera. ¿Quién no se ha quedado aterrado con los precios de Cartagena? Los lugares más bellos y ricos culturalmente caen presas de su propio éxito al atraer viajeros extranjeros con alto poder adquisitivo y a quienes, además, el cambio monetario beneficia inmensamente. Así es que, a la larga, el habitante local queda desplazado de los lugares que antaño frecuentaba (por quedar fuera de sus posibilidades económicas) y a los que él mismo dio ese carácter interesante, diverso y auténtico. De modo que el turismo también despoja. Otro ejemplo de esto es la maravillosa ciudad de Atenas, en cuyo centro histórico y arqueológico es ya raro escuchar la hermosa lengua griega, pues los precios no son alcanzables para los locales.

Pero además de todo esto, considero una equivocación presentar como una prioridad el desarrollo de un sector tan tradicional y vulnerable. Tradicional porque se basa en las capacidades de servicio del lugar de destino, para lo cual solo necesita mano de obra no cualificada o muy poco cualificada. Vulnerable porque se trata de una actividad suntuaria que no resiste tiempos de crisis: solo el que tiene algún superávit puede darse el lujo de viajar. Y ni qué decir de situaciones como la pandemia que vivimos hace pocos años, cuando el sector turismo del mundo entero estuvo a punto de llegar a la bancarrota al ver reducidos sus ingresos en más del 80% debido a las tan bien conocidas restricciones de movilidad que operaron globalmente.

Considero que el turismo debe tener un carácter puramente complementario en la economía. Para sustituir los ingresos generados por el sector minero lo que se debe fomentar es la agricultura y la tecnología. La agricultura para garantizar nuestra seguridad alimentaria, aumentar nuestra soberanía y minimizar el riesgo frente a coyunturas globales (pandemias, guerras, etc.) y el desarrollo tecnológico, que coadyuva a la capacitación de la población y agrega valor a todas las demás actividades.